lunes, 15 de marzo de 2010

Uruguay: se seguirá tratando a los violadores de DDHH como a pichones...



Acerca de las viejas y nuevas generaciones de represores uruguayos, del congelamiento de la búsqueda de justicia y de la posibilidad de excarcelar a los pocos criminales de lesa humanidad procesados en el Uruguay.

Fuente: La Diaria

Imprescindibles, Impresentables...

Marcelo Jelen

Lo dijo el presidente José Mujica: las Fuerzas Armadas “son imprescindibles”. Por eso debe de creer que son un buen negocio: el año pasado, por ejemplo, costaron algo más de 350 millones de dólares. O sea que la defensa nacional se devoró casi un millón por día, la suma que se calcula necesaria para construir un liceo.

Demasiado para una nación que declaró su última guerra internacional en 1945, cuando los enemigos, Alemania y Japón, ya habían sido aplastados. Demasiado para una empresa pública que tiene a la mayoría de sus 30.000 funcionarios buena parte de sus jornadas pintando árboles, haciendo ejercicio, desfilando y preparándose para batallas que nunca terminan de comenzar. Demasiado para un país cuya hipótesis de conflicto más próxima lo enfrenta con un puñado de argentinos armados de reposeras. Demasiado para una institución que agredió a inocentes hace bien poco y que todavía defiende a los autores de esos crímenes.


Demasiado. Las Fuerzas Armadas podrían emplear mucho menos personal, pagándole mejor y reduciendo bastante el gasto, para cubrir las pocas tareas útiles a su cargo, como vigilar las fronteras y el espacio aéreo y marítimo, construir la paz en países asolados por la guerra y asistir a los afectados por esporádicas catástrofes. Pero hasta se dan el lujo de usar dinero de todos los uruguayos para defender a los oficiales extraditados a Chile por el caso Berríos.
El presidente Mujica les declaró la guerra a los empleados del Estado que toman mate en horario de trabajo. Al mismo tiempo, considera imprescindibles a miles de funcionarios a quienes, por estar acuartelados y a disposición de sus superiores, se les brinda varias comidas diarias. Los malos burócratas, por lo menos, se pagan los bizcochos de su propio bolsillo.


El presidente Mujica se queja porque hay muchos abogados y pocos ingenieros, agrónomos y veterinarios. Al mismo tiempo, declara imprescindible el adiestramiento de cadetes a quienes se les paga un sueldo (modesto, pero sueldo al fin) sólo por estudiar. Los universitarios, en cambio, invierten mucho en su preparación y todavía los amenazan con el cobro de una matrícula. El presidente Mujica piensa que él y el ministro de Defensa, Luis Rosadilla, “conocen las entrañas de las Fuerzas Armadas”. Lo dice porque los tupamaros que estuvieron presos, como ellos, sufrieron tratos inhumanos en los cuarteles. Los represores, muchos de ellos aún vivos y libres, también conocen entrañas, pero anatómicas y dolientes, de guerrilleros y de pacíficos activistas políticos y sociales a los que asesinaron y torturaron.


El presidente Mujica, al imponer en el ministerio a Rosadilla, dijo: “No somos aficionados”. Quiso decir: los ex combatientes tupamaros eran y son militares profesionales, porque tomaron las armas en nombre de ese valor multitarget al que se da en llamar “patria”. La tesis, hija de la teoría de los dos demonios, se aplicó en cenas de camaradería entre miembros del MLN y de la ilegal logia Tenientes de Artigas celebradas en democracia.


El presidente Mujica exhortó a evitar el “ejercicio de saldar cuentas cuando hay que construir”. Poco se puede construir con una institución tan desleal hacia la ciudadanía y los gobiernos democráticos. Encerró en una caja fuerte las citaciones judiciales a militares en la presidencia de Julio Sanguinetti, se insubordinó ante el secuestro del chileno Eugenio Berríos en la de Luis Lacalle, engañó a
la Comisión para
la Paz creada por la de Jorge Batlle y siguió mintiéndoles a las autoridades en la de Tabaré Vázquez.

Dirigentes de todos los partidos les deparan un inusual respeto a profesionales de la muerte que no son necesarios (o al menos no a tal escala) en un mundo que debería avanzar hacia la paz. Gastar en su mantenimiento les resta recursos a la producción, a la educación, a la salud, a la seguridad ciudadana, al desarrollo social.


Mientras, las Fuerzas Armadas se rehúsan a pedir perdón a la sociedad por crímenes gravísimos a los que les restan importancia, cometidos por sus miembros, utilizando su infraestructura y amparados en la institución que había usurpado los poderes del Estado. El recambio generacional de los últimos 25 años no ha sido suficiente. Los soldados más jóvenes han recibido educación impartida por criminales, que serán algunos cientos o unos pocos miles pero sumergen a 30.000 en un denso pantano de sospechas. Nomás la semana pasada, un oficial en actividad, el general Miguel Dalmao, se burló de la justicia al mentir ante un tribunal.


Perdón, Brecht, pero para ser imprescindible no basta con luchar toda la vida. Es preciso elegir buenas causas, como la verdad y la justicia. Difícil que estas Fuerzas Armadas lo hagan sin un decidido empujón del comandante en jefe.


------------------------------

AZUCENA Y LA DESMEMORIA

Sobre el peligro de confundir justicia con venganza

María M. Delgado *

En homenaje a quienes resistieron
la tortura y las cárceles de la dictadura,
a 25 años de su liberación.
Y a quienes no pudieron, también.

Cuando conocí a Azucena -a secas, como la llamábamos entonces- en 1981, ella era una abogada madura y aguerrida que defendía presos políticos y que había renunciado al Colegio de Abogados por considerar que éste había tenido una postura demasiado complaciente con la dictadura cívico-militar.

Eran tiempos tan duros que desde el presente es imposible imaginarlos a quienes no los vivieron. Defender presos políticos ante la “Justicia Militar” era una causa perdida en un país donde ni siquiera la Justicia Civil funcionaba de manera independiente. Se trataba más bien de una excusa para visitar a los presos y presas (que tenían un régimen de visitas tremendamente restringido), darles apoyo moral, demostrar al enemigo que alguien se preocupaba por ellos/as, presentar algún escrito pidiendo la libertad anticipada cuando alguno estaba gravemente enfermo o en fase terminal... y muy poca cosa más. Azucena fue una de las pocas defensoras que, excepcionalmente, consiguió alguna vez que un preso político muriera en su casa y no en el penal de Libertad.

Esa Azucena que forma parte de mis recuerdos entrañables de los primeros tiempos del SERPAJ, no tiene nada que ver -hace mucho rato ya- con la ex ministra de Defensa que acaba de expresar públicamente sus ideas a favor de la impunidad de los criminales de lesa humanidad. Su metamorfosis podría ser un ejemplo más del efecto perjudicial que tiene sobre las personas la convivencia cercana con las altas esferas y el poder.

En este caso, es una pena que esa convivencia -y al parecer identificación- no haya servido para que la ministra ejerciera su autoridad para obligar a las Fuerzas Armadas a colaborar seriamente con las investigaciones y revelar el destino de los detenidos-desaparecidos asesinados por sus integrantes; o al menos para evitar que hicieran declaraciones mentirosas, confundiendo a las instituciones de gobierno, burlando a la opinión pública, ofendiendo la memoria de sus víctimas y jugando con los sentimientos de familiares y sobrevivientes.

Debería sorprendernos -aunque a esta altura me sorprende cada vez menos- que no haya habido reacciones desde los grupos de derechos humanos, y hasta del propio Poder Judicial (tan sensible siempre a cualquier crítica hacia la corporación), ante las declaraciones de una profesional del Derecho -y ex representante del Poder Ejecutivo- que considera “una venganza” cuando la Justicia actúa con todas las garantías del debido proceso y en consonancia con el Derecho Internacional para sancionar a los responsables de gravísimas violaciones de los derechos humanos.

Las/os sobrevivientes de la represión y los familiares de las víctimas del puñado de criminales de lesa humanidad que hoy están en prisión (mientras cientos de ellos todavía permanecen impunes), las/os defensoras/os de derechos humanos y la sociedad en su conjunto, tuvimos que esperar más de dos décadas para que por fin se abriera una mínima fisura en el poderoso muro de la impunidad -construido y defendido por el sistema político a partir de 1985-, y para que Uruguay dejara de ostentar el vergonzoso récord de ser el único país del Cono Sur donde ningún militar o ex dictador había siquiera declarado ante un juzgado.

Azucena Berrutti sabe mejor que nadie que si esos “pobres” señores “viejos y enfermos” están hoy en la cárcel (y apenas desde hace un par de años) es porque la impunidad reinante en el país les permitió gozar de los mejores años de su vida en total libertad, viviendo cómodamente cerca de sus víctimas sin tener que rendir cuentas de sus crímenes, y disfrutando de la holgada jubilación que les pagamos las ciudadanas y ciudadanos con nuestro aporte (también el de sus víctimas).

Y ¿qué pensarán los 8000 presos comunes que se hacinan en las cárceles uruguayas como pollos en una avícola moderna -en condiciones de encierro, alimentación e insalubridad que el mismo Relator Especial sobre Tortura de la ONU Manfred Nowak consideró entre las peores que ha visto en el mundo- de que la Dra. Berrutti considere como 'venganza cruel' las condiciones de absoluto privilegio que disfrutan en una cárcel VIP los peores criminales que ha tenido este país en toda su historia?

¿Cómo calificar a un Estado que -a través de su gobierno progresista- les construye una cárcel especial y de lujo a los autores de decenas de secuestros, asesinatos, desapariciones forzadas, traslados clandestinos internacionales, robos de bebés, y millares de torturas aberrantes, mientras amontona en cárceles inmundas a los miles de hijos del neoliberalismo de los 80 y 90 por robar celulares o vender pasta base al menudeo? (Sí, ya sabemos que hay grandes criminales, y asesinos y violadores en esas cárceles; pero son los menos, como también sabemos).

El flamante presidente José Mujica -quien fue uno de los presos políticos que sufrieron las condiciones más extremas de prisión prolongada, tortura sistemática, total aislamiento y falta de las mínimas garantías- ha expresado en varias ocasiones ideas afines a las de Azucena Berrutti. No debería sorprendernos demasiado que en algún momento de su mandato tome la iniciativa de 'perdonar' a los pocos militares que están procesados por delitos de lesa humanidad. No sería la primera vez que, en esta materia, Uruguay desconoce y viola groseramente el Derecho Internacional de los DDHH. Lo hizo al aprobar la ley de impunidad en 1986, y al ratificarla por voto popular en 1989 y 2009.

Esa normativa internacional -que Uruguay debería cumplir y respetar, por haberla ratificado- establece que los delitos de lesa humanidad no prescriben, no son amnistiables ni indultables (“tampoco son plebiscitables”, habría que haber agregado, para que los partidarios de la justicia no cometieran dos veces el mismo error), y que los Estados están obligados a investigarlos y sancionarlos con todo el rigor y las garantías de la ley.

En realidad, a ese orden jurídico internacional le tiene sin cuidado lo que la ciudadanía uruguaya haya decidido en las tres instancias mencionadas arriba, porque la ley de Caducidad nació ilegítima desde el punto de vista del Derecho Internacional, y seguirá siéndolo más allá de todas las ratificaciones que tenga en el orden interno. Daría lo mismo que mañana esa misma ciudadanía aprobara por voto popular el retorno de la esclavitud, o ratificara una ley estableciendo que las mujeres no pueden votar. Para la comunidad internacional, Uruguay seguiría siendo un Estado que viola la legislación internacional en materia de DDHH, igual que al mantener la ley de impunidad.

Pero no es buena señal que desde el poder político y sus voceros (o ex voceras) se insinúe que lo poco que se ha podido hacer en 25 años de institucionalidad democrática para combatir la impunidad y cumplir con el Derecho Internacional, es demasiado. Y peor aún que entre ellos/as haya quienes pretenden confundir el actuar limpio de la Justicia con la “venganza”.

Hay que reconocer, no obstante, que a Uruguay su 'inconducta' prolongada y reiterada le ha salido barata hasta ahora, gracias a la debilidad del sistema internacional. Recién este año, y por primera vez, la Corte Interamericana de DDHH va a juzgar al Estado uruguayo por no haber investigado ni sancionado el secuestro, traslado internacional, prisión clandestina y asesinato en nuestro país, por parte de nuestras Fuerzas Armadas, de una ciudadana argentina de 19 años, y el robo de su bebé recién nacida y la sustracción de su identidad, hace 34 años.

Sería conveniente que quienes están pensando desde las altas esferas en algún prematuro 'acto de generosidad' hacia ese puñado de criminales presos tengan en cuenta este antecedente, antes de implementar cualquier medida de perdón que nos vuelva a avergonzar ante la comunidad internacional.

Y más saludable aún sería que la opinión pública que reclama sin cesar “mano dura” contra la delincuencia cotidiana también exprese enérgicamente su alarma ante la amenaza social que representaría dejar en libertad a estos criminales internacionales -sin importar la edad que tengan.

* María M. Delgado fue co-fundadora e integrante de SERPAJ entre 1981 y 1999. Desde 2000 no participa en ninguna organización de derechos humanos en Uruguay.